Hace poco compré un disco de 500 GB para guardar (fundamentalmente) fotos.
Por supuesto, empecé a pasar todo lo que tenía archivado en CD y DVD al megadisco este, empezando por las últimas carpetas bacapeadas y prolijamente archivadas que tengo por ahí.
Hasta que empecé a encontrar discos más viejos, de hace tres o cuatro años, cuando la vida era otra, yo era feliz de otra manera, o era feliz, o era de otra manera. Por ahí las dos cosas. Y me agarró una cosa acá.
En esta era de la mega-acumulación, también acumulamos datos y fotos y cosas que guardamos en formato digital, que de otra manera estarían solamente en nuestra memoria, o no estarían: nadie -a menos que sea un millonario de esos como Tïo Rico que se tiraba en piletas de guita y nadaba- saca el equivalente a 4 rollos de fotos en una noche por simple deporte, los revela sin tirar ni una foto a la basura. Ahora se guarda hasta lo que antes no se guardaba porque ni siquiera daba para pensar en tenerlo (antes que en almacenarlo).
Y siempre pensé qué pasaría cuando uno se encontrara, tarde o temprano, con este efecto del "guardar".
Vamos a dos casos:
Caso I.Mi sobrino se murió hace un mes. Tengo fotos de él de hace un año, jugando en la plaza conmigo y con su mamá. Parte de mi función en la historia -su historia, la de su familia- fue rescatar esos archivos para... para lo que sea. No me voy a poner en disgresiones sobre eso ahora. Pasó, punto.
Caso II.
Fui feliz. Hace dos años, o tres, o cuatro. Y ellos están ahí en esas fotos. No me acordaría del ambiente si no hubiera sido una maniática que no paraba de hacer clic sobre todo lo que encontraba: hasta las fotos movidas están guardadas, todo tiene fecha. Mirando las fotos me acuerdo por qué él tenía sueño, de dónde habían salido los jazmines que ella tiene en la mano. Sé qué es ese coso rojo en ese estante y sé hasta qué música escuchamos esa vuelta, porque hasta le saqué una foto a la pantalla de la compu, que tenía el Winamp puesto.
Iba a pasar todas esas fotos al disco nuevo. Las del caso I las pasé, sí. Pero las del caso II no.
Uno tiene derecho a olvidarse de la felicidad, o de los momentos, o de los episodios. Tiene derecho porque la naturaleza se lo da. La memoria de uno por algo olvida lo que olvida y deja espacio para acordarse de otras cosas. No sé si quiero saber cómo fue la noche exacta de hace cinco años en tal lado. Quiero que mi memoria se encargue sola de lo que vale la pena, quiero poder confiarle a veces algo a la naturaleza. Quiero que las cosas sean falibles, no quiero siempre el almacén perfecto. No hice doble backup de esas carpetas, se quedaron en el CD en el que estaban, hasta cuando tengan que estar.
Esta noche decidí darle la posibilidad a mis archivos de perderse, de pincharse y de irse al tacho si es que les pinta. Así como se podrían deteriorar los negativos de un rollo, o perderse cosas en un incendio. O agarrarme Alzheimer, o dejar de acordarme la cara de mengano, o el mantel de perengano. Acabo de darle paso a la posibilidad de olvidar cosas, o por lo menos de no recordarlas, o de no tenerlas a la mano, o de no guardarlas exactamente registradas. No porque no me interesen, sino porque hay procesos biológicos a los que uno les tiene que dar bola, no darles pelota nomás a los "uy, se me cagó el disco", o "alamierda, mirá que no lo puedo abrir". No hay que esperar a la desgracia de perder la información, hay que evitar escribirla. O por lo menos no dejar que se inscriba todo. Tal como la cabeza hace a veces, que retiene lo que quiere.
No sé si está bien o está mal, por el momento elegí. Es como elegir la mortalidad, pudiendo ser inmortal por lo menos para uno mismo, mientras le dure la vida, con ortopedia para la memoria.