Levanté la cabeza del libro con ganas de tirarle (por lo menos) con el servilletero. Claro, ahora que en las mesas no hay ceniceros, uno tiene que pensar en la contundencia de los objetos más a mano y los pocillos de café que tienen en ese bar son tan diminutos que si se caen al piso, no se rompen ni se cachan. Son compactos y del tamaño apenas mayor a un dedal. Sí, pueden usarse como piedras, pero casualmente no había llevado mi honda (!) y la superficie de impacto de un pocillo es bastante menor que la de un servilletero a tope.
Resulta que los instintos violentos afloraron a raíz de lo que a continuación relato:
Una moza acomodaba en aparatoso modo los cubiertos en ese como mueblecito que tienen ahí adelante, del lado de las mesas, haciendo un bochinche infernal. Lo peor: no terminaba más. Parecía que estaba secando y acomodando toda la vajilla de Versalles, pero por veinte centavos al día. Miré de vuelta el servilletero, la miré a ella. Hacía diez minutos que me había sentado y hacía por lo menos ocho que no paraba de hacer ruido. Pero (pero) una cabeza calva apareció por detrás de la máquina de café y la apuró a gritos, gesticulando hasta con los bigotes. La piba arremetió con el bochinche; ahí caí que el bochinche que hace rato padecíamos significaba "sí patrón, estoy trabajando rápido patrón, no me grite más o con este tenedor que tengo en la mano puedo hacer un desastre feísimo". Medité el destino potencial del servilletero: definitivamente a la chica simplemente le gritaría y por solidaridad ovárica, el blanco del objeto sería el señor que la había maltratado.
Mientras intentaba pensar en otra cosa y bajaba nuevamente la vista hacia el bendito libro, el pelado de atrás del mostrador le hizo nosequé cara fea a la chica y acto seguido le gritó algo a su compañera de zona alcanzándole una bandeja llena de vajilla recién lavada; la otra le retrucó con un gesto culérico en los ojos y frunce desdeñoso de los labios mientras manoteaba las copitas y empezaba a secarlas. Más ruido. Choque de cristales y bandejas. Me agarró un sincero malestar. La de los cubiertos seguía con el barullo, su amiga cara de pebete a punto de estallar en lágrimas aporreaba vasos y platos poniendo orden. El pelado (que era o el encargado o el dueño) las volvió a putear, sobrador. Lo miré. Ni le importó. Subió la música. Ahora eran platos, cubiertos, vasos y "los tres tenores", más los gritos desaforados del pelado que daba órdenes a los de la cocina.
Se poblaron dos mesas, se pidieron seis cafés. Se sumó a la composición acústica un desajustado pitido gaseoso procedente de la máquina de café que parecía tener algo flojo, porque además tintineaba un poquito abusando de ciertos estertores metálicos inquietantes. El alboroto era tal que me hizo buscar la mirada de un cómplice en alguna mesa: no podía ser que yo sola hubiera notado semejante orquesta espantomórfica. Por suerte una señora dos sillas más lejos levantó la vista de su diario, justo cuando yo hacía lo propio de mi pocillo. Yo levanté una ceja, ella ladeó la cabeza. Infimas gestualidades indicando la misma cosa.
El café se me antojó de repente intragable. Le había tomado verdadero odio al pelado, al bar, a la piba de los cubiertos (extraño detestamiento, con cierto tinte solidario), al bochinche y a los tres tenores. Pedí la cuenta con ese gestito de "firmando en el aire" que tenemos algunos para esos menesteres y huí. Pero antes miré el servilletero. Y lo volví a mirar al pelado ese, abusador emocional de empleadas.