Merced a su "
guía de comerciantes malvados", Podeti me hizo acordar de dos personajes que solían tener su negocio en la esquina de Mario Bravo y Gorriti: Cacho y Fernando.
Señores ambos dos de unos sesenta largos, nunca supe bien la historia de por qué habían confluido en la atención del almacén "La Unión". Los mitos que tejíamos con amigos del barrio era que habían sido compañeros de colegio, que en realidad eran cuñados, que Fernando le había vendido el alma a Cacho, o que el local inicial era de Fernando, y la mercadería original la había puesto Cacho, de esto haría unos tranquilos 40 años en un barrio de Palermo que ya no existe, disimulado por bolichitos de gráfica y sucursales universitarias.
El modus operandi de ambos para la venta era diametralmente opuesto. Mientras Fernando te escuchaba, y solamente recomendaba algún producto si le preguntabas, Cacho te vendía hasta a la abuela de prepo si ibas medio dormido y no sabías si querías jamón, paleta o un pariente.
Fernando, canoso, lentes finitos (presbicia), mayormente reposaban colgando de sus tiritas, era el que hacía los carteles con letra linda para el negocio. Nuestra sospecha era que Fernando había hecho industrial, porque esa letra era demasiado IRAM. Delgado y callado, era el que hacía las cuentas y sabía qué vino iba con qué comida: si sonreía, parecía Papá Noel pero sin barba, y más de una doña se demorada en el mostrador cuando atendía él. Nunca un mal gesto el tipo, siempre una sonrisa y no escatimaba en decir "no me queda" si realmente no tenía la mercadería solicitada.
Cacho, señor de unos sesenta años, pelado, voz fuerte, hombros caídos, anteojos marco negro grueso y cristales que le agrandaban los ojos, no te vendía cien gramos de jamón cocido: te vendía la idiosincracia del criador de porcinos de la Pampa Húmeda, el sentir íntimo del chancho en su último estertor y el gesto benefactor de su pezuña incitando a comer de su carne a cuanto muertodehambre mirara la fiambrera; cada 100 gramos de jamón cocido, eran 25 minutos de conversa, promedio.Y mientras Cacho atendía a un cliente, Fernando atendía a siete, sin apurarse demasiado.
Cacho sabía de todo. Sobre todo opinaba. Una vez lo escuché contando acerca de la cría del conejo y la alimentación de los mismos (la descripción incluia el novedoso sistema "chupetes para conejos"), ante la atónita mirada de tres señoras que lo único que querían hacer era salir corriendo de ahí para irse a cocinar. La conversación brotaba de los mínimos motivos y vaya a saberse por qué razón, uno pedía un pan lactal grande y terminaba hablando de la Revolución Francesa y los indios Patagones, temas misteriosamente imbricados desde algún cachístico punto de vista. Todo estaba relacionado con todo, y si no estaba relacionado, Cacho le encontraba una relación posible. Escucharlo hablar era escuchar una rayuela de temas tejidos por alguien que encima, no estaba borracho, como para justificar siquiera el resultado.
De todos modos nunca un reproche entre los dos almaceneros, o se cuidaban muy bien de dejarlo traslucir en el mostrador. Parecían el perfecto equipo de dobles de tenis, cuando uno adelantaba mucho, el otro iba para atrás, para no descuidar la cancha. A veces cuando Cacho se ponía demasiado parlanchín, Fernando se rajaba al depósito para hacerlo laburar. Y funcionaba: empezaba a despachar más rápido y bajaba la velocidad del discurso en unos 30 km/h. haciendo rendir la verba para el lado de los ingresos brutos.
Más o menos a las seis de la tarde, iban llegando los amigos. Se instalaban en la puerta del almacén a conversar, parados en los escuetos escalones que conducían a ese Olimpo de los quesos y los envasados que era "La Unión". Primero aparecía un señor canoso que vivía justo a la vuelta, después el de la nariz como uva madura, el viejito encorvado, el del taller mecánico, todos amigos y clientes de años y años paraban a conversar como quien para en el bar, pero sin mesitas y sin sillas. Era un espectáculo cada vez que Cacho atendía a uno de ellos fuera del horario oficial de visitas: horas y horas de charla para llevar un cuarto de queso mar del plata y un salamín picado fino. Para cubrir el bache por monólogo, salía Fernando desde atrás de la cortina del depósito y atendía él a los parroquianos demorados por el tráfico de palabras de su compañero, sin un gesto de amargura, sin cara de hastío, y con la mejor buena voluntad del mundo.
La mercadería era óptima. Había de todo, no digamos que muy barato, pero la calidad era insuperable. Para variar, los sonó el establecimiento de un COTO ahí en Honduras y Salguero; la mitad de la paisanada dejó de frecuentar con tanta asiduidad el mostrador de nuestros dos superhéroes de la aceituna rellena, optando por recorrer las espaciosas góndolas del supermercado. Unos cuántos años después me mudé de barrio, pasando por ahí fortuitamente hace poco me enteré de que en el año 2004 habían vendido el fondo de comercio, pasó la topadora y hoy en lugar de "La Unión" hay en esa esquina un edificio de departamentos de 7 pisos.
En alguna parte tengo unas fotos que tomé de esa esquina, tengo que revolver negativos a ver si encuentro a la "pandilla" en la puerta del almacén. Todavía me acuerdo que cuando se las saqué, me miraron sorprendidos, como si lo que ellos estuvieran haciendo fuera a ser algo completamente habitual de todas las tardes del barrio, hasta el fin de los tiempos.
Para Valeria, Guille, el Tano, el Pelado Harley, Fausto, Matías y todos los que conocimos "La Unión" en sus años dorados.